Wednesday, November 29, 2006

Genética … ¿o qué?

Son madre e hija y podríamos suponer que, como en las mejores y peores familias, han de tener rasgos comunes.
Digamos que son pocos, pero categóricos.

La minúscula nariz o la forma rasgada de los ojos de ella, aunque la mayoría precise que comparte la mirada de él.
Con el tiempo, eso a ella ha dejado de importarle. Esos anteriores celos inconfesados, que no inconfesables.

Ella ahora se concentra en los rasgos genéticos causales. Los que ambas comparten, pero no precisamente porque se heredan tan fácil, como el color de los ojos ni la forma de los labios.

Lo que las une, e identifica tal vez, tiene que ver con las manos.
Podríamos llamarlo ... ¿manías?
Como la de recortar etiquetas de las prendas, dejar las cosas perfectamente alineadas, o ese otro más curioso: el de usar las uñas para despegar pegatinas de todos lados.

Lo normal es que por culpa de jugar mucho rato, las pegatinas siempre se quedan con la goma gastada. Es inevitable.
Lo extraordinario es que madre e hija procuran con ahínco, en un acto casi heroico, intentar volver a pegarlas, una y mil veces después de despegarlas una y otra vez ... ¡Como si fuera tan fácil!

Los científicos hablan de los típicos casos de Mendel.
Yo diría que estas otras clases de herencia genética se rigen por otras leyes. Como la de la no casualidad.

Fin de la partida

Sin neones ni marquesinas desde la terraza un cartel se asoma y sentencia: “Se vende”.

Sin necesidad de pronunciarse, otras dos palabras resumen una difícil pero implacable decisión: Se acabó.

Mil razones personalizadas: las de él, las de ella. Enfrentadas unas, compartidas otras.

Un común acuerdo deja en manos de una inmobiliaria ese inmueble lleno de objetos. Y aquella terraza, plagada de recuerdos.

Se vende la casa. El juego acabó.

Nadie tenía en la manga el as del amor.
Sobre la mesa una partida inconclusa deja ver las cartas que ningún jugador mostró: Par de corazones.

Par de corazones rotos.